Mientras hacemos malabares con los dos carritos colocamos al bebé en el asiento del carro de supermercado, aunque cada tres segundos nos pide ¡¡¡upa, upa, upa!!! o bajar. Antes de que nos de una aneurisma lo bajamos y apenas sus piecitos tocan el suelo sale disparado por los pasillos. Lo seguimos con la vista entre la gente porque no podemos avanzar tan rápido entre la multitud, pero lo perdemos de vista. ¡¡Hijoooo!!, lo llamamos apaciblemente, ¡¡Hijoooo!!, pero en realidad queremos decir ¡¡Vení ya o te matoooo!!. Finalmente aparece metido en el canasto de ropa de descuento o en la sección de golosinas intentando atrapar algo de una estantería muyyyy alta. Lo primero que hacemos es contenernos de no asesinarlo, de no gritarle y sobre todo de no retorcerle el brazo como si fuera de hule. Son niños, no figuras de látex. Lo tomamos de la manito y le hacemos prometerle que no lo volverá a hacer, pero sabemos que no es cierto. “Ayúdame con las compras hijito” le decimos, y ahí empieza la lluvia de productos, porque los niños no conocen de medidas. Le pedimos unos fideos y mete en el canasto 4, un arroz, mete 3, un pan, mete 12, y siempre cuando lo perdemos de vista regresa con productos extremadamente caros que no sabemos de dónde provienen: “¿Carne de pavo enlatada con salsa de trufas?”. Lo dejamos por ahí tirado porque no sabemos de qué dimensión costosa vino.
Vamos al área de lácteos y el niño se vuelve loco con toda la variedad de postres que hay. “Quiero ese, y ese, y ese y ese también” te dice emocionado a lo que le gritas “Nooo, uno solo hijo”. Elije el más feo de todos, pero que tiene la cara de algún personaje de Disney. Intentas convencerlo de que sabe asqueroso y que solo lo compra por la figura atractiva, pero es como hablar con un alien obsesionado con dibujos animados. Lo compras de todas formas y te preparas para que lo deje a la mitad. “Señor, ¿hay yogurt bebible de frutilla?, porque solo veo de vainilla” le pregunto a un empleado a lo que el nene me grita de atrás, “Mira papá, una fuente”, mientras aprieta el yogurt bebible y un chorro sale de la punta que mordió, ensuciando todo el pasillo. “Me llevo ese de vainilla” le digo al empleado y trato de dejarlo paradito en el changuito así no se vuelca más.
Elegimos los productos congelados de la heladera y el pequeño se inclina tanto que se cae de cabeza. Por suerte nadie murió por un poco de escarcha de vegetales congelados en la cara. Cuando elegimos las galletas tira media góndola adentro del carrito, pero ya no tenemos fuerzas para detenerlo. Tenemos los pies adoloridos porque se le cayeron un par de latas de sus frágiles manitos sobre nuestros dedos o porque tuvimos que frenar la caída de una torre de papas fritas de la exhibición del pasillo 9, y ni hablar del desodorante que nos apretó en la cara y nos dejó ciegos por tres minutos (que aprovechó para succionar mayonesa de un sobre gigante).
Tenemos el carrito de bebé lleno y a nuestro pequeño en brazos. “Papi, ¿me das una galleta de chocolate?”, “¡Mierd#!”, están debajo de todo y seguramente tengan yema de huevo por todas partes. “Sí bebito, ahora te doy una”, y de alguna manera tratamos de conformarlo y de que la odisea de cargar con todo a casa no nos deje una hernia. “¡Vos podés papá!” te repites en voz baja a manera de mantra espiritual y aunque no lo creas siempre llegas a casa con una sonrisa en la cara y seguramente con la camisa llena de chocolate porque te olvidaste de comprar servilletas.
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